30.8.05

La sospecha

Silenciosa y fácil, con un vaivén malintencionado, le remonta la sospecha y se le clava en el alma. Como una travesía infernal en un trance de delirio. A veces la percibe cáustica y arrogante, como una sonrisa crispada y burlona que maltrata su orgullo; o la bravuconada postrera de un compadrito que se queda sin resto y mata por matar.
El viejo tiene la certeza pero le faltan las pruebas. No sabe todo pero intuye. Si es lo que piensa, la verdad va a adquirir para él dimensión de tragedia. Ese suspiro moribundo es como un tajo de malevo que no le da tregua y secciona sin piedad el ensueño de toda su vida. Le cuesta asumirla; considerarla siquiera… La maldice y desea alejarla, pero las dudas, como una bala certera, dan en el centro de su vejez.
Los dos viejos retoman la ceremonia mañanera del yuyo verde, el rito matero cuya espuma rebosante se les antoja el elixir de sus vidas ya cuesta abajo. Hablan del hijo con medias palabras; como guardando un secreto cuyas espinas los desgarra.
—Qué raro que está nuestro hijo, viejo —se anima la mujer.
—Si, lo noto hosco, preocupado, pero no le hagás caso.
El silencio les bate palmas, y algún pájaro amistoso gorjea una extraña melodía mientras revolotea buscando a su pareja.
Prefieren matear sin palabras inútiles creyendo, quizás, que al no hablar la imagen de la sospecha se va a desvanecer. Que el silencio les va a ir borrando la angustia, en un arcaico y desusado gesto de alcurnia.
Se contemplan buscando una respuesta que no se atreven a insinuar. La imagen del hijo, que es la honra de los dos viejos, se les boceta ahora sesgada y dudosa. Recelan del futuro porque ellos no estarán para protegerlo. Aunque ignoran de qué, porqué…
—La gente es mala, sabés? Me miran de reojo, murmuran…
—No seas así, mujer, a vos te parece… ¿Qué cosas se te ocurren?
—La cosa empezó desde aquellos días, viejo, desde que salió: no nos engañemos…
—No empezó nada, ¡carajo! Terminala, que nuestro hijo no ha hecho nada malo… nada, ¿me oíste bien? Tenemos que estar orgullosos de él.
Ofuscado, colérico, sale a la calle con el perro. «¿Quiénes son los que hablan?» -piensa con amargura- son los mismos que decían: «“Y. algo habrán hecho!». ¿Y los capos, los jefes? Viven tranquilos fuera del país mientras la muchachada se juega el pellejo, y los que caen son crucificados. Cómo le digo esto a la vieja, pobrecita. El pichicho lo tironea y el viejo empieza a caminar.
Alguien pasa por enfrente y se para mirando hacia su lado. Él gira la cabeza: sobre la pared blanca de la casita ve las letras en negro, atronadoras, insultantes: ¡aquí vive un delator al servicio de los milicos! «Hijos de puta, mi pobre hijo, un pendejo de diecisiete años, no aguantó la tortura pero nadie cayó en cana por su culpa”, recuerda en el desvencijo de un sollozo amargo. El viejo se derrumba. Como un roble batido por un ciclón. O la sospecha ·

de Andrés Aldao ©, argentino residente en Israel.
Es autor de varios libros que, con sutil ironía, narran la melancolía rioplatense y su nostalgia por las calles de esta "húmeda, atroz e irrepetible" ciudad de Buenos Aires. Dirige la página web "Artesanías Literarias".
www.artesanias.argentina.co.il
artesanias@argentina.co.il
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Ni todos los "jefes" estaban en el exterior (muchos con cargos de responsabilidad murieron en los centros de tortura y exterminio), ni todos los que se fueron al exterior eran jefes, ni vivían "tranquilos" (muchos fueron perseguidos por la dictadura aún en el exterior). Los sobrevivientes no acusaron a los que delataron bajo tortura.

En otras palabras, este texto difama y repite los viejos lugares comunes del fascismo: los pobres pibes tontos y los jefes maquiavélicos.