26.6.13

Los 50 años de Rayuela

Amamos tanto a julio

Por Amparo Osorio*

Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura,
y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua
 Rayuela (1963)

Discurrían los años sesenta, esa maravillosa y convulsionada década que marcó profundos e innegables derroteros de libertad, y que con su carga de rebeldía nos legaba los ideales de una transformación revolucionaria, postulado que nos conduciría también hacia diversas manifestaciones artísticas y vivenciales.
Tal vez París era “otra” fiesta aludiendo a la célebre novela de Hemingway aparecida en 1964. Y ese mismo París, antecesor de múltiples literaturas, cuna y sepulcro de fundamentales movimientos en todas las esferas de la creación, y a su vez emblema y bastión de algunos jóvenes escritores latinoamericanos, sería una vez más redescubierto en la libertaria imaginación de Julio Cortázar, quien nos invitaba desde su pluma lúdica a recorrer una Rayuela sin fin (contranovela) —diría el propio autor—, en un raro tejido de complejidades donde el exilio y la diáspora que enlazaban al París de Oliveira y la Maga, “Del lado de allá”, y a Buenos Aires con Traveler y Talita “Del lado de acá”, nos iban heredando trágicamente el desarraigo espiritual de pertenecer a todo sin pertenecer finalmente a nada.
Bajo su lectura tejíamos íntimamente Europa y el Sur. Su Sur, el nuestro. No importa que ya se dijera metafóricamente que los argentinos “era hijos de los barcos”. Cortázar simbolizaba Buenos Aires, y siguiendo su huella nos perdíamos en otras músicas, en otras literaturas, en otras latitudes que nos heredaban una nostalgia contenida, propiciatoria de nuestro gran eclecticismo y de la que comenzaron a hacer parte Borges y su misterioso Aleph, Gardel con su melancolía porteña, los hermanos Discépolo que secretamente ahondaban nuestras cavilaciones nocturnas; Mercedes Sosa con sus telúricas y conmovedoras canciones de protesta y Ástor Piazzola con su magistral bandoneón sinfónico.
Latinoamérica era un fortín de juventudes ávidas de sueños y desde esa perspectiva queríamos que el mundo fuera una comuna. Woodstock se convirtió en ícono de muchos de estos anhelos y su antecesor Verano del Amor de 1967 nos entronizaba cada vez más con esa Rayuela leída a tironazos y a veces a trozos. Su compleja propuesta continuaba marcándonos con su simbología de cielo inalcanzable y se instalaba cada vez más entre nosotros como una de nuestras grandes utopías.
Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto…
Pero muchos lo dimos a su nombre y en pie de amor sobre la hierba, Cortázar y su ternura se nos fueron convirtiendo en uno de nuestros grandes amores platónicos, porque en sus páginas fuimos los héroes de su propia historia. Sintiéndonos la Maga parisina o la Talita sureña, tejimos el insomnio de las noches esperando el regreso de Oliveira o las notas que se desgajarían de la guitarra de Traveler. Lloramos la muerte de bebé Rocamadour y silenciosamente hicimos el duelo perdiéndonos en esa conjura de amor que propiciaba la novela, mientras Charlie Parker y Louis Armstrong algunas veces, discurrían en nuestra monologante penumbra, arrullando las emotivas lecturas entre blues y jazz.
No importa que Oliveira hubiera sentenciado que después de la guerra la visión poética del mundo había concluido: Quedan poetas, nadie lo niega, pero no los lee nadie. Rayuela sin embargo, contraria a este pésimo pronóstico, nos continuaba dando los elementos necesarios para una búsqueda temeraria de nuestra propia voz, porque en ella se encontraban las atmósferas de imaginación y rebeldía, de deseo y amor, de cotidianidad y filosofía, de abandono y muerte, de viaje y exilio; en síntesis, de realidad real que contenían esas dialécticas imprescindibles de la palabra poética que perseguíamos.
Bajo sus páginas, íntimamente fusionábamos literaturas y músicas, imágenes y ciudades en ese nuevo surrealismo que nos propiciaba el autor y que junto a otras novelas capitales de América Latina a la vanguardia, nos dejaban conmovedoras emociones que se fueron constituyendo con el paso del tiempo en gran parte de nuestro fervoroso acervo.
Era el despuntar de aquellos “años maravillosos” como los llamarían luego algunos historiadores, pero era también nuestro despertar a una secreta educación sentimental con sus ansiosas puertas esperándonos. Era, en contrapunto con la nostalgia bonaerense, el descubrimiento de la Bohemia absoluta en el espíritu de la Chanson francesa, y así, a nuestra manera, bebiendo de los diversos cántaros, tejíamos nuestra propia rayuela barajando el ocho cortazariano que lúdicamente representábamos con las novelas del recién nacido Boom Latinoamericano (célebre a partir de 1963 con la aparición de la Ciudad y los perros), imaginando cuál de estas magistrales obras llegaría primero a la cuadrícula del cielo.
Será fácil para muchos decir que la leyeron, afirmar que carecía de argumento, que eran dos novelas en una, que el eje central era el estado psicológico de cada uno de los personajes, escudarse en las palabras del mismo Cortázar quien la definió como: «La experiencia de toda una vida y la tentativa de llevarla a la escritura», pero para centenares de hombres y mujeres de mi generación es innegable afirmar que nos legó su ternura, que bajo su égida fundamos, no el Club de la Serpiente, pero sí el de cazadores de crepúsculos, que en su magia circense recorrimos manicomios e infiernos, buscando esa quimera perdida que quizás ya aguardaba en nuestros bolsillos y que, definitivamente, por su culpa, nos volvimos Cronopios.

*Poeta, narradora y ensayista colombiana
Fuente: Con-fabulación Nº 283 
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