Por Amparo Osorio*
Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura,
y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua
Rayuela (1963)
Discurrían
los años sesenta, esa maravillosa y convulsionada década que marcó
profundos e innegables derroteros de libertad, y que con su carga de
rebeldía nos legaba los ideales de una transformación revolucionaria,
postulado que nos conduciría también hacia diversas manifestaciones
artísticas y vivenciales.
Tal
vez París era “otra” fiesta aludiendo a la célebre novela de Hemingway
aparecida en 1964. Y ese mismo París, antecesor de múltiples
literaturas, cuna y sepulcro de fundamentales movimientos en todas las
esferas de la creación, y a su vez emblema y bastión de algunos jóvenes
escritores latinoamericanos, sería una vez más redescubierto en la
libertaria imaginación de Julio Cortázar, quien nos invitaba desde su
pluma lúdica a recorrer una Rayuela sin fin (contranovela) —diría
el propio autor—, en un raro tejido de complejidades donde el exilio y
la diáspora que enlazaban al París de Oliveira y la Maga, “Del lado de
allá”, y a Buenos Aires con Traveler y Talita “Del lado de acá”, nos
iban heredando trágicamente el desarraigo espiritual de pertenecer a
todo sin pertenecer finalmente a nada.
Bajo
su lectura tejíamos íntimamente Europa y el Sur. Su Sur, el nuestro. No
importa que ya se dijera metafóricamente que los argentinos “era hijos
de los barcos”. Cortázar simbolizaba Buenos Aires, y siguiendo su huella
nos perdíamos en otras músicas, en otras literaturas, en otras
latitudes que nos heredaban una nostalgia contenida, propiciatoria de
nuestro gran eclecticismo y de la que comenzaron a hacer parte Borges y
su misterioso Aleph, Gardel con su melancolía porteña, los hermanos
Discépolo que secretamente ahondaban nuestras cavilaciones nocturnas;
Mercedes Sosa con sus telúricas y conmovedoras canciones de protesta y
Ástor Piazzola con su magistral bandoneón sinfónico.
Latinoamérica era un fortín de juventudes ávidas de sueños y desde esa perspectiva queríamos que el mundo fuera una comuna. Woodstock se convirtió en ícono de muchos de estos anhelos y su antecesor Verano del Amor de 1967 nos entronizaba cada vez más con esa Rayuela
leída a tironazos y a veces a trozos. Su compleja propuesta continuaba
marcándonos con su simbología de cielo inalcanzable y se instalaba cada
vez más entre nosotros como una de nuestras grandes utopías.
Amor
mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero
porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía,
porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar
el salto…
Pero
muchos lo dimos a su nombre y en pie de amor sobre la hierba, Cortázar y
su ternura se nos fueron convirtiendo en uno de nuestros grandes amores
platónicos, porque en sus páginas fuimos los héroes de su propia
historia. Sintiéndonos la Maga parisina o la Talita sureña, tejimos el
insomnio de las noches esperando el regreso de Oliveira o las notas que
se desgajarían de la guitarra de Traveler. Lloramos la muerte de bebé
Rocamadour y silenciosamente hicimos el duelo perdiéndonos en esa
conjura de amor que propiciaba la novela, mientras Charlie Parker y
Louis Armstrong algunas veces, discurrían en nuestra monologante
penumbra, arrullando las emotivas lecturas entre blues y jazz.
No importa que Oliveira hubiera sentenciado que después de la guerra la visión poética del mundo había concluido: Quedan poetas, nadie lo niega, pero no los lee nadie. Rayuela
sin embargo, contraria a este pésimo pronóstico, nos continuaba dando
los elementos necesarios para una búsqueda temeraria de nuestra propia
voz, porque en ella se encontraban las atmósferas de imaginación y
rebeldía, de deseo y amor, de cotidianidad y filosofía, de abandono y
muerte, de viaje y exilio; en síntesis, de realidad real que contenían
esas dialécticas imprescindibles de la palabra poética que perseguíamos.
Bajo
sus páginas, íntimamente fusionábamos literaturas y músicas, imágenes y
ciudades en ese nuevo surrealismo que nos propiciaba el autor y que
junto a otras novelas capitales de América Latina a la vanguardia, nos
dejaban conmovedoras emociones que se fueron constituyendo con el paso
del tiempo en gran parte de nuestro fervoroso acervo.
Era
el despuntar de aquellos “años maravillosos” como los llamarían luego
algunos historiadores, pero era también nuestro despertar a una secreta
educación sentimental con sus ansiosas puertas esperándonos. Era, en
contrapunto con la nostalgia bonaerense, el descubrimiento de la Bohemia
absoluta en el espíritu de la Chanson francesa, y así, a nuestra
manera, bebiendo de los diversos cántaros, tejíamos nuestra propia
rayuela barajando el ocho cortazariano que lúdicamente representábamos
con las novelas del recién nacido Boom Latinoamericano (célebre a partir
de 1963 con la aparición de la Ciudad y los perros), imaginando cuál de estas magistrales obras llegaría primero a la cuadrícula del cielo.
Será
fácil para muchos decir que la leyeron, afirmar que carecía de
argumento, que eran dos novelas en una, que el eje central era el estado
psicológico de cada uno de los personajes, escudarse en las palabras
del mismo Cortázar quien la definió como: «La experiencia de toda una
vida y la tentativa de llevarla a la escritura», pero para centenares de
hombres y mujeres de mi generación es innegable afirmar que nos legó su
ternura, que bajo su égida fundamos, no el Club de la Serpiente, pero
sí el de cazadores de crepúsculos, que en su magia circense recorrimos
manicomios e infiernos, buscando esa quimera perdida que quizás ya
aguardaba en nuestros bolsillos y que, definitivamente, por su culpa,
nos volvimos Cronopios.
Fuente: Con-fabulación Nº 283
__________________________________________________________________
No hay comentarios.:
Publicar un comentario